Queremos a nuestros padres, sabemos que ellos nos han querido y cuidado de la mejor manera que han sabido. Sin embargo, cuando siendo adultos, empezamos a mirar atrás sin los mecanismos de defensa que antes nos protegían, y comprendemos que no eran culpa nuestra las carencias que sentíamos, los gestos de desaprobación, o incluso su propia tristeza, estamos preparados para hacer el duelo de los padres que necesitábamos y no tuvimos, porque inevitablemente dejaron huellas profundas en cómo hoy nos relacionamos, confiamos y amamos.
De niños, creemos que nuestros padres son omnipotentes. Que si no nos miran, no nos abrazan, o no nos entienden, algo debemos estar haciendo mal.
Esa fantasía infantil —de que el amor depende de nuestro comportamiento— nos ayuda a sobrevivir, pero los adultos también tienen límites, heridas y ausencias.
Comprender esto no es un acto de resentimiento, sino un paso hacia la madurez emocional.
El duelo por los padres ideales es, en el fondo, el paso de la idealización a la comprensión.
Y desde ahí, comienza la posibilidad de reparentarnos, de ofrecer a nuestro propio niño interior el cuidado y la mirada que necesitó y no tuvo.
Por qué es un duelo?
Porque lloramos el “cómo habría sido si…”
Si mi madre hubiera podido verme, si mi padre hubiera sabido abrazar sin miedo, si hubieran tenido recursos para acompañarme de verdad.
Este duelo es profundo porque toca la raíz del apego: la necesidad biológica de sentirnos seguros, vistos y amados.
Y al no haberlo tenido, una parte de nosotros queda congelada en el tiempo, esperando aún esa mirada, esa aprobación o ese gesto que nunca llegó.
En un proceso terapéutico, no se busca culpar a los padres, sino entender su historia y la nuestra, para poder poner cada cosa en su lugar.
- Reconocer: Aceptar que hubo carencias reales, sin minimizar ni idealizar.
- Sentir: Permitirnos el dolor, la rabia o la tristeza que antes no podían expresarse.
- Comprender: Ver también las limitaciones y heridas de quienes nos criaron.
- Reparar: Ofrecer hoy a nuestro propio yo herido lo que entonces no pudo recibir: ternura, validación, presencia. Y cuando sanamos, podemos:
- Elegir: Crear vínculos más sanos, basados en el respeto y la autenticidad, no en la carencia o la necesidad de aprobación.
No siempre podemos reparar con ellos directamente, pero sí podemos reconciliarnos con la niña o el niño que fuimos.
Cuando podemos mirar atrás y decirnos:
“No fue culpa mía. Hice lo que pude para sobrevivir.”…algo dentro empieza a relajarse.
Y desde ese lugar, podemos mirar hacia adelante con más libertad, sin esperar que el pasado cambie, pero con la certeza de que hoy sí podemos cuidarnos de otra manera.
Hacer este duelo nos permite amar a nuestros padres por lo que fueron, no por lo que deseábamos o necesitábamos que fueran.
Y sobre todo, nos permite amarnos a nosotros mismos dándonos lo que antes nos faltó.

