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El Juego en la Infancia

Lo que los padres pensamos y sentimos sobre el juego deja una huella profunda en nuestros hijos. Ellos perciben si lo valoramos, si nos interesa o si lo ignoramos, y eso influye en cómo viven sus propias experiencias de juego.
Cuando mostramos no solo respeto, sino también interés genuino, les damos una base sólida para construir su relación con nosotros y con el mundo.

Muchas veces, a los adultos nos resulta más fácil participar en juegos “de reglas” —como un tablero, un deporte o una competición— que en juegos libres y sencillos, como apilar bloques o inventar historias con muñecos.

Esto tiene sentido: el juego libre suele aparecer en las primeras etapas del desarrollo y no sigue reglas externas; las normas, si las hay, se inventan y cambian sobre la marcha. Aquí prima la imaginación, la creatividad y el disfrute sin una meta concreta.

En cambio, los juegos estructurados, más propios de etapas posteriores, tienen reglas fijas, objetivos definidos y suelen implicar competencia. Son más familiares para nosotros como adultos, por eso nos resultan más cómodos y atractivos.
Pero lo cierto es que el juego libre ofrece algo único: una oportunidad de disfrute puro y de exploración interna. Y cuando los padres nos sumamos con entusiasmo, aunque sea en algo aparentemente “sin sentido”, podemos descubrir cuánto significado encierra para el niño.

Un ejemplo: un pequeño con miedo a la oscuridad jugaba una y otra vez a un juego en el que “comprobaba” que sus padres lo protegían de peligros invisibles. Gracias a esa repetición y a la seguridad emocional que le transmitían, pudo dejar de vigilar de noche y volver a dormir tranquilo.

Por eso, cuando un niño nos pide jugar, en realidad está buscando algo más que entretenimiento: quiere sentir que lo que hace importa para nosotros.

Y no siempre es necesario participar físicamente; a veces basta con mostrar interés, sonreír, observar y aprobar. Esa validación refuerza su confianza y el valor que le da a su propio juego.

La clave es recordar que todo lo que hace un niño —por raro o “tonto” que parezca— responde a una lógica interna valiosa. Si partimos de ahí y tratamos de comprenderlo, nuestras relaciones con ellos se fortalecerán y su desarrollo emocional también.

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